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EL PORQUE DE  REMINGTON KID CURITAS.

 

 

 

 

 

 

 

La primer máquina de escribir que tuve fue una Remington portátil calibre 100.  Mi primer admirado, la primer persona a la que quise parecerme, mi primer “héroe”: Billy the Kid. De la arbitraria combinación de tan disímiles universos nació Remington Kid, el que escribe. Yo tenía 16 años cuando su vida fue ocasionada y ...digámoslo sin eufemismos: estaba loco como una cabra. En aquel tiempo podía estar en la cima de la desesperación escuchando Tristan e Isolda de Richard Wagner y al instante cambiar el cassette y embelezarme hasta la náusea con Glenn Miller y su big orchestra. El mundo real me parecía “apestoso” (ahora me parece vulgar, pero con posibilidades) y lo único que me salvaba era la imaginación. Por suerte, siempre tuve una imaginación un  tanto descarriada y fue gracias a ella (sólo a ella) que aún sigo con vida. Escribir (al igual que cualquier disciplina artística, al igual que cualquier trabajo o profesión, al igual que cualquier cosa que distinga nuestra nada singular de la nada plural) siempre ha sido un presuntuoso justificativo para aplacar la pesada inexistencia que como seres humanos atravesamos: “... bueno, pero soy escritor”; “... bueno, pero soy arquitecto”; “...bueno, pero soy profesora”; “...bueno pero soy linda” ; “...bueno, pero soy bueno”; etc. No se es nada. En verdad no se es. Nuestra vida, nuestra cándida mentira, es sólo una cuestión de fe: creemos que existimos. Creemos que somos de tal o cual manera, con tal o cual característica. Creemos que ha existido algo llamado pasado donde hemos habitado, que existe un presente donde estamos y que existe un futuro al que llegaremos. Creemos en una realidad lineal y evolutiva.  Creemos en nuestros abuelos-monos fascinándose ante el primer aparato de TV, el  fuego. Creemos en las estrellas y en los viajes interplanetarios. Creemos en las vacunas antigripales y en Bach. Creemos en confort de nuestras drogas. Creemos en el dinero y en el sexo. Creemos en el tiempo. Creemos en la vida y en la muerte. Creemos en nuestras profesiones, en nuestros trabajos y en nuestras relaciones amorosas. Creemos en las familias con microondas y perro.  Creemos en las Nietzsche y en el poder redentorio de una prenda de vestir nueva.  Creemos en las marcas. Creemos en los supermercados y en la comida sana. Creemos en los autos brillantes que se detienen en los semáforos y en los que piden monedas. Creemos en las palabras que se dicen a las 5 de de la mañana. Creemos en nuestros sueños y en nuestras pesadillas. Creemos en nuestra cara mirándonos desde nuestra cédula de identidad.  Creemos en la tristeza y en el dolor.  Creemos en la felicidad como si fuera un bien adjudicable por sorteo o licitación. Creemos en el burro y en la zanahoria. Creemos que somos el burro y la zanahoria. Creemos en la democracia y en los programas de entretenimiento. Creemos en nuestras leyes. Creemos que el mundo siempre fue así. Creemos que el mundo siempre será así. Creemos en lo que creemos. Creemos en creer. Pero yo estoy herido de creer. Ni siquiera soy “real”. Soy mi propia invención. Soy Remington Kid haciéndose pasar por Remington Kid. Soy el que aún desempolva su vieja máquina de escribir como si fuera un viejo y oxidado rifle y la aporrea con todas sus fuerzas para fabricarse curitas que calmen su dolor ficticio. Escribir es una impostura y yo soy un impostor. Fernando Pessoa diría fingidor, puesto que de eso se trata esta columna, estos pequeños textos que buscan mi alivio: fingir que es dolor el dolor que verdaderamente se siente.  

 

ilustración: ariel martin / poptimia

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