CURITA 05 / DIC 12. 04

BIENVENIDO, MIERDA.

 

 

De no haber sido por el golpe militar acontecido en Chile en el año 1973, yo hubiera sido lo que aquí se conoce despectivamente como un chilote. Mis padres, el Mario “Chute” Guerrero y la Juanita Alicia Contreras Ugarte, temerosos en aquel entonces de toda esa mierda uniformada que desfilaba por el país con un paso que más recordaba a las bailarinas del Mouline Rouge parisino que a un ejército nazi (el horror llevado a su más grotesca expresión), decidieron emigrar al sur de la República Argentina en busca de su lugar en el mundo. De Guatemala a Guatepeor. Fue allí donde todo empezó para ellos, para nosotros, para mí: solos, jóvenes  y con su primer hijo, el Mario Jr. (mi hermano mayor)  llegaron a San Martín de los Andes, Neuquén, y allí se quedaron durante un par de  hermosos años. Mi padre rápidamente consiguió empleo en un aserradero y sin mucho esfuerzo (era realmente bueno) logró ser el arquero titular del equipo de fútbol del pueblo: El Lácar fútbol Club.  Mi madre, por su lado (y a pesar de su timidez) se hizo de unas cuantas amigas e incluso llegó a integrar un equipo de basket femenino que nunca prosperó puesto que sus integrantes o quedaban embarazadas o se fugaban con sus amores prohibidos a Dios-sabe-dónde o lo peor: se casaban. Allí nació mi hermana, Patricia. Y allí nací yo. Supongo que fueron los “años felices”: nuestra cabaña estaba ubicada al pie de la montaña, teníamos dos perros, una gata, un par de ovejas, un loro...; la juventud y la belleza emanaba de todos nosotros de un modo desvergonzadamente natural y todo indicaba que íbamos directo a estrellarnos contra los algodonosos muros de la felicidad. Pero no fue así. Mi padre dio un más que oportuno volantazo a nuestro destino y salvó a toda la familia de caer en semejante bajeza: se murió... Hay una anécdota muy conocida de Rimbaud, de sus años africanos, de su última y más extrema SOLEDAD, que cuenta que una vez se encontró con un viejo amigo de juerga y que éste, luego de contarle que se había convertido en empresario y que tenía una pequeña flota de barcos que abastecía de marfil  a toda Francia y a gran parte de Europa, le confesó “orgullosamente” que se había enderezado, que tenía una esposa hermosa, dos hijos encantadores y  un futuro más que prometedor.  En resumen, que había  logrado convertirse en un hombre feliz. A lo que Rimbaud (imagino que con más tristeza que ironía) sólo respondió: “¿Cómo has podido caer tan bajo, amigo..? En fin... estaba hablando de mi sangre chilota, de mi incómoda condición de ser argentino. ¿Qué demonios tengo yo en común con el típico ser nacional, con el ganador que se-las coge-a-todas y que no se enamora de ninguna, con el cancherito patético que imita a Bono junto a un centro musical y hace que su nena boba se goteé como una canilla mal cerrada,  con el chanta miserable y garca que todo el tiempo está tratando de sacar alguna ventaja económica de lo que sea, con el banana que la juega de misógino y a la noche “sí, mi amor... sí, mi amor”, con el gordo buenudo que sólo quiere ver a River Plate e ir los domingos a comer tallarines con “la vieja”, con los putos snobs  que ven y usan a las personas como “marcas” que los posicione socialmente, con los mierdas reaccionarios que pegan la imagen de Jesús en sus autos de 40.000 pesos y apenas se le acerca un pibe en los semáforos para limpiarle el parabrisas repiten mentalmente: “negro de mierda... negro de mierda... negro de mierda...”? FUCK OFF!! ... Y no es que tener sangre chilena me otorgue un certificado de “pureza”. Para nada. También abomino de los rasgos más característicos del pueblo trasandino: su espíritu ultra-conservador, su sentido pacato de las “buenas costumbres”, su obstinado uso y abuso de lo políticamente correcto... Uds. dirán: ¿pero a este pibe no hay ninguna que le venga bien? A lo que yo respondo: es verdad, no hay ninguna que me venga bien... O.K, acabemos con esta farsa de una vez, lo confieso públicamente: soy un maldito misántropo y nos odio a todos. Pero debo decir algo en mi defensa: mi misantropía tiene una profunda raíz filantrópica. Y esto que parece un simple jueguito de palabras, si se lo piensa bien contiene una verdad aplastante. La misantropía tiene su origen y su razón de ser en el “amor” frustrado. Como un amante “engañado” por la vida, los ojos de un misántropo ven lo que podría haber sido y no lo que es. Y es este desajuste de su mirada la fuente de su malestar, de su odio, en definitiva... de su amor llevado hasta sus más lejanas e irretornables consecuencias... nos ODIO, sí... pero nos odio con todo el AMOR que alguna vez pude imaginar. Y yo tengo mucha, mucha, mucha imaginación... Por estos días va a hacer un año que mi tío Rigoberto (el único de mis parientes que intentó acercarse a mí, el único que a pesar de verme -al igual que toda mi familia- como un “bicho raro” trató de comunicarse conmigo) se colgó de un árbol frente a Carrefour. Yo siempre pienso en él. Pero pienso en él y no lo veo “haciendo el nudo” de la cuerda que utilizó para matarse aquella madrugada de domingo. ¿Saben..? Él era un gran vividor. Su sonrisa era la sonrisa de los gigantes y  todo cuanto tocaba lo iluminaba y lo catapultaba a una dimensión inédita convirtiendo el acontecimiento  más terrible en una simple broma de la cual acordarse en el futuro... ¿Qué por qué se mató entonces? Por AMOR ( dejó a mi tía por la vecina de enfrente, pasó un verano apasionado lleno de promesas edulcoradas y sexo actualizado y esperó y esperó y esperó a que su avejentada Julieta dejara a su aburrido maridito...y bueno, está demás decir que esto último jamás ocurrío...) Como sea... yo siempre me voy a acordar de mi tío Rigoberto, puesto que fue él quién ofició mi bautismo de Hombre a la chilena: yo tenía 11 años, una madre, dos hermanos y un pedazo de mármol con foto carnet que estaba a más de 1000 km de nosotros al que todo el mundo insistía en llamar “tu” padre. Eso era mi familia. En eso se había convertido el sueño Heidiano de la pradera y las ovejas. Para  ese entonces hacía cinco años que vivíamos en MDP (no me gusta MDP) y hacía cinco años que el pedazo de mármol descansaba en paz en Neuquén. Su muerte estaba (como ahora), asumida y no superada. Pero yo me la aguantaba. Me aguantaba ver a todos mis compañeros del colegio abrazados por “su” papá; me aguantaba oírlos hablar de lo bien que la habían pasado el fin de semana pescando con “su” papá; me aguantaba tener que soportar a esas estúpidas maestras de plástica que nos hacían hacer un dibujito para regalarle a “nuestro” papá . Estúpidas. Me las aguantaba. Todo el tiempo me las aguantaba. Era un boludo-tonto-imbécil-gil-p-e-l-o-t-u-d-o y B-O-B-O autista (hay cosas que nunca cambian) que se las aguantaba mientras todos decían “qué calladito el nene; qué educadito...” Y yo los odiaba. De un modo sistemático, rumiante, los odiaba; y el único que se dio cuenta de ése odio fue mi tío Rigoberto. Supongo que por esa razón aquella tarde después de un asado familiar de domingo decidió que yo ya estaba preparado para ser Hombre y para recibir mi “bautismo” a la chilena: tomar el primer vaso de vino sentado a la mesa  frente a toda la familia. Aún recuerdo su brazo venoso inclinando una damajuana gigantesca de vino tinto (“vinos Galán”), aún recuerdo sus ojos enrojecidos por la ebriedad llenando el vaso lentamente y luego plantándolo frente a mis ojos, aún recuerdo el golpe del vaso contra la mesa  (¡¡Plaf!!) y las dos palabras que salieron de su boca a modo de bendición conradiana: “Bienvenido, mierda...”  En aquél momento no lo comprendí. No entendía el por qué de su sonrisa luego de decir aquellas dos palabras; no  entendía por qué todos se reían, asintiendo; no entendía que ese mierda  era la palabra más hermosa del mundo: la palabra que nos igualaba; la palabra que hacía de  nuestras pequeñas vidas algo importante, algo que valía la pena;  la  palabra que ha modo de prodigiosa amenaza nos vaticinaba el mayor regalo que jamás hubiéramos podido imaginar: nuestra propia vida.

 

 

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