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CURITA 44 / SEP 26. 05

La Cicatriz Miller

 

 

 

En 1932 París ya no era una fiesta. Henry Miller tenía 41 años y vagaba por las calles buscando algo de comida y un lugar donde pasar la noche y ...escribir!  Así se construyó esa magnífica catedral de insultos que es Trópico de Cáncer: “...Este no es un libro -escribe Miller al inicio de la novela- ...Es una puteada prolongada, un escupitajo en la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza, a lo que ustedes quieran...” Y sigue así, con mayor o menor intensidad, durante las trescientas páginas restantes. Ciertamente, Trópico de Cáncer no es (o no era) un “libro” tal y cómo lo concibe el imaginario burgués y esto es por una sencilla razón: Henry Miller no era un “escritor”: era un hombre que escribía. O por lo menos eso es lo que fue durante su temporada parisina. En Black Spring, su segunda novela, recuerda su formación como hombre-escritor y en un relato iniciático y “literario” provoca: “ ...Lo que no está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura...” Un primer vistazo nos haría pensar que estamos ante una contradicción o una chanchereada. Es ambas; pero también es una posición de altísima lucidez. Nunca nada fue lo suficientemente hospitalario con el “muchacho” que se crió en el distrito 14° de Brooklyn y ,en lo personal, creo que Miller nunca dejó de ser ese “muchacho” que consideraba que Napoleón, Lenin o Al Capone no eran nada al lado de Eddie Carney, el primer pibe que le puso un ojo negro. “...Para mí el libro es el Hombre y mi parte en ese libro es la página que soy, el hombre que soy, el hombre confundido, el hombre negligente, el hombre descuidado, el lujurioso, el obsceno, el quilombero, el considerado, escrupuloso, embustero, ese hombre diabólicamente veraz que soy yo...” Pocos amigos, amantes traicioneras, ambientes sórdidos, pobreza... todo lo que a nosotros nos haría sentir que nuestra vida está perdida para siempre y que lo único que queda por hacer es darse el balazo del final (tenía 43 años cuando se publicó Trópico de Cáncer), a él lo “iluminó” y lo llevó a autodefinirse en el peor momento de su vida como “el hombre más feliz sobre la faz de la tierra”. Por supuesto, esta “felicidad” es la no-felicidad de los huérfanos, su justificación. No vivimos en un mundo de “ideas” sino en uno de “argumentos”. Piensen en algo que hayan hecho con placer y que luego abandonaron. Encontraran argumentos. Piensen en lo que desean y por qué. Encontrarán argumentos. No piensen en nada y también los tendrán. No pensamos, argumentamos. En la curita Satanás de $ 2.00 aventuré una posible historia no oficial acerca del mito de Lucifer, el mártir; Henry Milller encarna a la perfección este mito de expulsión y redención satánica: si el mundo es mentira yo tengo que ser verdad. Y ahí están sus novelas. En lo personal me gustan los primeros y los últimos libros de los escritores. Los primeros porque están hechos con entusiasta ingenuidad, porque no tienen que mantener una coherencia ni un prestigio, en definitiva, porque no tienen nada que perder y todo por ganar. Y los últimos libros por la presencia de la muerte que todo lo ilumina. La honestidad de los extremos. El medio es la mediocridad, lo temeroso, lo especulativo, lo políticamente correcto. Un homeless tiene más que ver con un millonario que con un asalariado con aspiraciones de clase media. Sus justificaciones son diferentes. En los primeros son absolutas e incuestionables; en los segundos, parciales y medidas. Henry Miller perteneció al primer grupo y vislumbró la edad “adulta” como un nivel al que se sólo se puede acceder cuando nos quitamos del medio (¿o del miedo?) de nosotros mismos. Para convertirse en un Hombre hay que atreverse a dejar de serlo. O en palabras de Miller: “...Hoy me enorgullezco al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios...” ¿Conocen a alguien así? ...Yo tampoco. Nadie es tan puramente “punk”. Ni siquiera Miller lo fue por mucho tiempo. Una cosa es ser un Don Nadie de 43 años que no tiene dónde caerse muerto y que justifica su existencia escribiendo honestamente porque de todos modos no le importa a nadie. Y otra es ser un Don Nadie que de la noche a la mañana es admirado e idolatrado como un semi-dios. Y ya sabemos que no hay nada más humano que un semi-dios. Eso son las novelas de miller: un combate cuerpo a cuerpo mental por la pureza de sus argumentos. Otro amigo de la casa, Emile M. Ciorán, escribió: “... Los días no adquieren sabor hasta que uno escapa a la idea de tener un destino...” Es una frase por demás perturbadora. El sólo hecho de masticarla mentalmente intranquiliza y avergüenza nuestra pequeña vidita parcelada. Podemos sentir su verdad, pero inmediatamente la negamos. No es extraño: la idea de la “libertad” está sostenida con argumentos mediocres. Nuestro cerebro no es ni el de homeless ni el de un multimillonario y aún creemos que hay algo que ganar y algo que perder. Cosa de niños... Todos los que “soy” estamos en riesgo. Todos los que “fui” y los que “seré” son el riesgo. Y yo quiero correr ese riesgo que soy. Creo que no podría morir en paz si no lo intento. Henry Miller escribió: “...Pienso que en el futuro no seré dejado de lado. Entonces mi historia será importante y la cicatriz que dejaré sobre la superficie de la tierra tendrá sentido...” Sueño con un mundo de cicatrices, de marcas que nos de sentido. De otro modo, todo habrá sido en vano, mediocre.

 

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