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CURITA 40 / AGO 21. 05

$atisfucktion Inc.

 

 

 

Arriba, en Inglaterra, en pleno invierno de 1975, Pink Floyd grababa su disco Wish you were here y musicalizaba la bella y nunca fuera de moda opresión existencialista de millones de jóvenes alrededor del mundo; abajo, en Sudamérica, en Argentina, en un pueblo ubicado en la provincia de Neuquén llamado San Martín de los Andes, un cálido 4 de enero, nacía yo. Según la información que viene en el disco, la canción Welcome to the machine fue grabada en enero de 1975 y, si bien no dice el día ni la hora en que Waters & amigos se metieron en el estudio de grabación, me gusta pensar que ambos nacimientos (canción y Remington) no sólo ocurrieron en el mismo instante sino que además existe entre ellos algún tipo de correspondencia vedada a nuestros aún precarios sentidos. El mismo tipo de correspondencia que hace que vos estés leyendo esta “curita” que yo estoy escribiendo: una causalidad aún ilegible, un azar planificado donde el llanto de una adolescente japonesa llamada Okita coincide en tiempo e intensidad con la ejecución de las Suites para Cello de Bach en un altillo de Amsterdam y con la extinción de una estrella enana blanca al otro lado de nuestra galaxia. Pequeños mundos emocionales armados como un puzzle maravilloso y aún incomprensible a nuestros sentidos que se hacen y deshacen a cada segundo. Tiene que haber algo más, la vida debe ser algo más... Pensemos: así como tener ojos no garantiza ver, tener nariz y oídos y papilas gustativas y tacto, no garantiza escuchar ni percibir los olores ni las formas ni los gustos de un modo fiel, profundo, absoluto. Entonces, si el mundo es la construción mental que hacemos de él a través de nuestros sentidos, la pregunta del millón es: ¿Qué clase de mundo tenemos en la cabeza si nuestros decodificadores de la realidad son precarios? ¿Podemos confiar en las justificaciones y los argumentos nacidos de percepciones imprecisas y apresuradas? ¿Acaso no se transforma en un riesgo “pensar” en estas condiciones? La respuesta es y así estamos y así está el mundo: riéndose y llorando ante las sombras que se mueven en las paredes de la caverna. La vida, como sostenía Platón, sigue ocurriendo afuera y nosotros seguimos ocurriendo adentro. Nosotros somos la caverna. Pero a nadie parece interesarle mucho la intemperie donde sucede todo aquello que se refleja en ella. Y es lógico. Siempre será más fácil y más seguro sumarse a la burocrática existencia pequeño-burguesa y obtener satisfacciones inmediatas y miedos conocidos que no implican riesgos de nuestra parte. Si haces A obtendrás B y luego C. Occidente (¿acaso el mundo entero?) se ha convertido en una gran mami gorda que vive en tu cabeza y que todo el tiempo te dice que seas un “buen chico” y que hagas lo que ella dice porque de lo contrario te quedarás solo y sin postre. Y te dice más: serás pobre. Y ser pobre ya no es una condición social: es una “condena”. En Curitas anteriores mencioné la manipulación por parte de la Iglesia del arte medieval y el uso y abuso de la figura de Satanás y del Infierno para dominar a los pueblos. Sin ir más lejos, aquí, en América del Sur, fuimos protagonistas de dicha manipulación. La idea del Diablo que traen los españoles es la de lo “malo” ligado a lo moral. El Diablo sirve de argumento para “evangelizar al indio” y todos sabemos lo que significa el término “evangelizar” en boca de los españoles del siglo XVI. Ciertamente, unas imágenes del paraíso cristiano no hubieran conmovido a nadie, pero sí lo hicieron aquellas que detallaban el imaginario infernal al que todos estaban destinados a ir en caso de no asimilar la nueva forma de pensamiento. En América no existía tal tensión moral de lo “malo”; había entidades malignas pero se les rendía culto a todas y todas eran parte de la vida: no existía lo puramente “bueno” o lo puramente “malo” y aquel choque entre la cultura de los conquistadores y la de las poblaciones indígenas logró que por primera vez se gestara una economía común y la progresiva confluencia en una historia única: la occidental y la cristiana, que se impuso y pasó a ser la historia oficial de todos los hombres de estas latitudes. La invención del Diablo fue crucial para poder imponer nuevos sistemas de control social y el argumento del miedo sigue siendo la mejor herramienta para que la mecánica de Occidente no se detenga. Por supuesto, ya nadie se espanta ni re-direciona su vida por ver el Infierno del Hyeronimus Bosch, pero si lo hace ante una fotografía que retrata la pobreza o aún más efectivo: ante un “pobre”. Todas las grandes ciudades poseen su “infierno” tan temido a 20 minutos en auto. Una “villa miseria” es funcional a los intereses de quienes gobiernan en tanto y en cuanto exponen cómo es vivir fuera de su sistema de creencias: “ellos no hicieron lo que debían hacer -dice la mami gorda en tu cabeza- y ahora son “pobres” ¿Querés que te pase lo mismo? Entonces producí más dinero y gastá, gastá y gastá... No estoy en contra del “dinero”, pero me genera contradiciones. Todo el tiempo. Y no es el miedo a perderlo por una sencilla razón: no lo tengo; es el miedo occidental a no tenerlo el que martilla una y otra vez en mi cabeza, achatándola y moldeándola de acuerdo a sus intenciones. Me fastidía que el estado anímico varie de acuerdo a la cantidad de ceros que tengan tus billetes, me repugna que lo mejor de nosotros se pierda por correr deseperadamente tras el puto “ascenso social” que significa hacer más y más plata, me da asco que la trampa occidental sea perfecta porque apela a nuestra zona de mayor vulnerabilidad: el deseo. La idea de la libertad y del libre albedrio son el nuevo viejo canto de las sirenas. Porque la “libertad” se compra y tiene un precio accesible a todos los sueldos. Es muy simple: más plata, más libertad... Pero de qué puta libertad puede hablar alguien que hace algo que no le gusta para poder gastar en algo que no necesita...  Lo verdaderamente nauseabundo del asunto es que todo te impulsa a ser un maldito jonkie del dinero. No hay droga que relaje más que tenerlo. Y ya sabemos lo que pasa cuando uno está “drogado”: relativiza y, porque no decirlo en perfecto castellano: se caga en todo y en todos. Y ahí aparecen Ellos, los dueños del mundo, los que regulan nuestro modo de existencia, los que hacen las guerras, los que contaminan el medio ambiente, los que no tienen entidad, los que jamás podremos identificar. Ellos, nuestra pesadilla colectiva que hace y deshace a su antojo. En un momento de nuestra historia Ellos eran la Iglesia; pero hoy... quién sabe. Tal vez Ellos seamos nosotros. ¿Alguien cree que a alguien le importa acabar con la “pobreza” en el mundo? La “pobreza” es lo que mantiene a este mundo en movimiento. Es el cuco de los niñitos caprichosos que somos...¿Cómo mierda debo leer el ingenuo y pequeño-burgués Live 8 donde un rejunte de hedonistas toca un par de sus canciones y pone cara de compromiso social y luego se va su puta mansión menos culposo porque un día pensó en los “pobres negritos del África”; donde un tipo como Bill Gates (de acuerdo con una estadística reciente y, teniendo en cuenta el dinero que gana por segundo, Bill Gates podría vivir 16.000 vidas de ochenta años cada una) habla de unión y compromiso y justicia global? ¿Cómo se debe entender eso? ¿Cómo no sentir que tu cabeza es un montón de cables pelados  haciendo cortocircuito? ¿Cómo no estar seguro de que todo se fue a la mierda y que todos seguimos simulando que todo está  bien? Pero al instante llega la voz de la mami gorda que vive en tu cabeza: “¿A quién le importa el mundo si el fin de semana podes chupar una deliciosa concha o pija adolescente?” -dice. “¿Acaso no te la mereces? -dice. “Que se vayan todos a la mierda!”- dice. “Que se arreglen como puedan”- dice. “Que se caguen” -dice... Dice y dice y dice y no deja de hablar... Si se lo piensa bien, nuestra vida de principio de milenio no difiere mucho de la que llevan los monos desde hace millones de años: ejercer o padecer el poder, comer, cagar y coger todas las veces que se pueda... y luego morir...  Según Friedrich Engels, el artista describe las relaciones sociales auténticas con el objeto de destruir las ideas convencionales de esas relaciones, poniendo en crisis el optimismo del mundo burgués y obligando al público a dudar de la perennidad del orden establecido. Una de mis películas favoritas, El Sueño del Mono Loco, hizo todo eso. Pocas películas me conmocionaron tanto como ésta de Fernando Trueba. El argumento es muy simple: un excéntrico cineasta inglés que apenas supera los veinte años de edad (Dexter Fletcher) es contratado por un importante Estudio Cinematográfico Francés para realizar una película llamada “El Sueño del Mono Loco” en un plazo determinado y le asignan un guionista (Jeff Goldblum) que en un principio no puede entender al acotadísimo y abstruso argumento del film que le cuenta el joven director inglés: “...De esto se trata la película -le dice- ...Hay un árbol y en ese árbol viven los monos cuerdos que nunca-nunca-nunca han pisado la tierra. Todos son iguales. Todos tienen la misma sosegada expresión de abandono y estupidez. Todos son felices...absurdamente... ¿Y sabés por qué..? Porque mientras haya ramas donde trepar y bananas que comer ellos nunca tendrán que bajar del árbol para procurarse su alimento... Y ese árbol es tan infrecuente, tan descomunal que ni siquiera los monos más viejos recuerdan que nacen, se aparean y mueren entre las ramas de un árbol. Pero cada tanto, uno de los monos cuerdos (casi siempre son los más jóvenes, los más retraídos, los menos bélicos) sueña. Y en su sueño baja del árbol y empieza a caminar. Sólo camina. Eso es todo lo que hace en su sueño. Al despertar, cuando abre los ojos y recuerda lo que vio mientras dormía, comienza a gritar y a golpear su cabeza contra el tronco del árbol hasta quedar inconsciente y caer. El mono cuerdo se transforma entonces en un mono loco. Curiosamente, ninguno de sus compañeros muestra señales de perturbación e incluso se diría que aquél acto les confiere un extraño sentimiento de hermandad, puesto que de inmediato comienzan a pelar bananas y a alimentarse entre ellos hasta que transcurre un día y otro y otro. Luego de una semana todos han olvidado al mono loco... ¿Que cómo termina esta historia? Muy simple: los monos cuerdos se quedan en el árbol comiendo bananas y el mono loco se hace cazador...” Supongo que El Sueño del Mono Loco pertence a la etapa cocainómana de Fernando Trueba y que por esa razón, la película por momentos peca de ambiciosa y excesiva; pero incluso eso me gusta. Estoy cansado del arte ejercido por cagones. Estoy cansado del arte como entretenimiento para personas aburridas y come bananas. Estoy cansado de la $atisfuckción de los monos cuerdos. ¿No será hora de caerse del árbol? ¿No será hora de convertirnos en cazadores?

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