CURITA 26 / MAYO 08. 05

CRI... CRI... CRI...

Me gustaría decir que anoche al intentar cruzar  la esquina de Colón e Independencia, el automóvil que nos transportaba a Uno, a D’ y a mí atravesó un portal dimensional y fue catapultado sin escalas hacia un  pasado más o menos inmediato. Me gustaría decir que en ese pasado más o menos inmediato nos movimos durante toda la noche tratando de no cruzarnos con nuestros padres adolescentes para no provocar paradojas temporales y que luego de unos cuantos sucesos de relativa gracia, al fin encontramos al joven Marcelo “Beef” Tinelli  e impedimos que el “viejo” Marce  le diera al “joven” Marce la revista donde figuraban los equipos ganadores de los últimos 50 años... Por desgracia, nada de eso ocurrió (están leyendo esta “curita”) y seguimos viviendo en un lugar donde los “Beefs” siempre ganan y se salen con la suya...  Mientras íbamos en el auto hacia algún lugar, yo miraba la ciudad a través de la ventanilla trasera y pensaba en esto. Íbamos a mediana velocidad. Lo poco que se movía por las calles lo hacía a ese ritmo: recuerdo a un hombre vestido con pantalones blancos, mocasines y campera de sindicalista esperando que el semáforo cortara. Era obvio que tenía frío, poca plata y que ninguna mujer se había fijado en él esa y muchas noches atrás. Pude ver sus ojos, su mirada. Conozco esa mirada. ¿Acaso eran los recuerdos de mejores “tiempos” los que pugnaban en su interior para que mitigara el frío, la pobreza y la soledad? ¿Qué era lo que lo mantenía vivo? ¿Era la estúpida esperanza de que si alguna vez había sucedido “algo” bueno, ese “algo” debería volver a ocurrir? ¿Qué era lo que lo mantenía en movimiento? ¿Qué es lo que nos mantiene en movimiento? ... luego vi una esquina, una esquina que podría ser cualquier esquina de cualquier lugar de la provincia de Buenos Aires: un viejo almacén de paredes altas y humedecidas con una cortina herrumbrada y escrita con aerosol que ya nadie abría ni cerraba. La típica esquina que las nenas bobas definen como “re-linda” “re-buenos aires”, pero ahí, en esa noche, yo la veía y se me presentaba como el símbolo de una decadencia colectiva e ingenua, de un imaginario decadente que deberíamos abandonar de una vez por todas. Odio la nostalgia. Y más odio la nostalgia de aquello que nunca se vivió... por suerte el auto avanzaba y pronto  vi a un grupo de chicos y chicas, fotocopias de fotocopias de fotocopias que me refregaban en la cara lo que alguna vez fui, mis deseos, mis frustraciones, mi infantil coqueteo con la adultez,  apenas unas sombras, un rejunte de aspiraciones  que bien podrían ser abducidos y nadie notaría su falta. ¿Cómo habrán resumido su fin de semana?

-¿Y qué hiciste, A?

- Y nada... nos fumamos uno, nos clavamos una birra y  eso...

Y eso, “eso” es lo que se termina haciendo los fines de semana en M.D.P: “eso”. Yo estoy harto de “eso”. Los que están solos hacen “eso” y los que están no-solos ya no hacen “eso”. Esa parecería ser la lógica de nuestra vida invernal y atlántica: hacer o no hacer “eso”. Veía los edificios, imaginaba los departamentos, sus interiores, los ronquidos individuales como resultado final de media hora de sexo aburrido que primero fue un exhausto y gratificante abrazo y luego, poco a poco, todo se convirtió en hastío y en ganas de estar solo y cerrar los ojos y olvidarse lo más rápido posible del mundo y de uno. El imperceptible y latente deseo de estar solo, de no ser abrazado por nadie y de no tener que abrazar a nadie, porque nuestros cuerpos no soportan esa incomodidad. ¿Cuánto debe durar un abrazo post-coito? ¿15 minutos? ¿20? Las casas con sus persianas bajas se sucedían en la ventanilla trasera del auto y no hablábamos. ¿Se suponía que debíamos hacerlo? No. Todo estaba dicho. Nosotros intentábamos provocar algo y los que estaban durmiendo (los solos y los no-solos que ya no salen) no. Porque así parece estar dividida la ciudad: por una pared. Están los que viven del lado de adentro y los viven del lado de afuera. Nada parece tener vida después de las tres de mañana, pero seguimos avanzando. ¿Dónde vamos? La pregunta resonó como un eco en mi cabeza: “¿Dónde vamos?” “¿Dónde vamos?” “¿Dónde vamos?” ... por un instante imaginé a todos los que estábamos moviéndonos dentro de esa gigantesca habitación vacía que es la noche de M.D.P (y de cualquier lugar del planeta) y estuve convencido de que esas dos palabras eran lo único que salía de todas bocas: “¿Dónde vamos?” y luego todos los grillos del mundo cantando y dándonos la respuesta que no queríamos escuchar: cri, cri, cri... No hay plata=no hay ganas. Éramos seis y luego fuimos tres. Alem. Alem siempre es el último intento para los hijos de la clase trabajadora. Lo único que me gusta de Alem es el cementerio y por eso fuimos directo a él. Quiero decir, fuimos a La Mula. Es curiosa la relación que existe entre dinero= gente linda. Ocurre acá y en todos lados y en todos los ámbitos. El dinero nos divide en “feos” y “lindos”, en cools y no-cools. Si se lo piensa un poco se sabrá porqué. Debajo del cartel que dice “La Mula” debería decir: “Abandone toda esperanza quien aquí entre”. Lo hicimos. Siempre que voy ahí tengo la sensación de que estoy entrando a un curso que no me pertenece, como cuando estaba en la secundaria y debía ir a buscar un banco a otro salón. Uno se da cuenta entonces que la naturaleza tiene tendencia a la repetición. Todos estábamos “repetidos” en alguien: el traga, el perdedor, la estúpida, la buena-onda, el freak del fondo, el banana... todos iguales moviéndose y hablando de las mismas cosas y con el mismo acento pecuario. Y eso fue La Mula, un paneo borroso de alter-egos donde me veía sobreactuando. Yo era o había sido todos ellos. Era el pibe borracho que estaba apoyado contra una columna y que no dejaba de mirar a una “mina” que hablaba con su amiga. Y él se sonreía y levantaba las cejas, creyendo que estaba incluido en esa conversación donde se hablaba de cualquier cosa menos de él. Pero él tenía esa estúpida risa dibujada en la cara mientras se llevaba una y otra vez el vasito blanco de plástico con cerveza a la boca. Odio esos estúpidos vasitos blancos de plástico con cerveza. Es el que claro ejemplo de nuestro fracaso y de nuestra  decadencia como generación. Y yo era una filmadora. Yo siempre soy una filmadora. Hubiera llevado el corazón pero lo perdí hace unos cuantos meses y ahora está en trámite. Soy un descorazonado. Es una suerte que ya nadie lo pida. Después de las cuatro de la mañana la caída de la Bolsa es inminente y viene la gran depresión espiritual del 30’. Hasta lo gratis resulta caro. Una banda de rock’n roll tocaba sólo rock’n roll pero les gustaba y despotricaba contra los “poperos”. Recordé que yo había visto esa película: la vespa aún está en el aire, cayendo. Luego un pseudo-Pappo subió al escenario y lo que era algo “malo” se convirtió en algo “bizarro” y durante veinte sentí que estaba dentro de una película de Alex de la Iglesia. El “metalero” argento era una caricatura del “metalero” argento. Todo lo que uno esperaba que hiciera tocando arriba del escenario lo hizo: ¿Qué pudo haber hecho primero? Piensen... sí! Se colgó la guitarra y en menos de 5 segundos metió 148 notas ante el wau! de la monada y luego siguió así... caras, movimientos de cabeza, ponerse junto al otro guitarrista, lanzar un acorde y hacer “cuernos” con la mano, en fin... un verdadero “show”. Lo mejor fue cuando terminó y se bajó del escenario: su chica había estado todo el recital mirándolo y apenas bajó tomó la guitarra de su amado como si fuera una espada y atravesó el pequeño mar de gente en busca de la caverna donde el guerrero obtendría su merecido reposo.  Fue entonces cuando me concentré en los demás. Todos los que estaban a mi alrededor se convirtieron en la caricatura de algo: el rolinga del mantel y las topper, la viejita loca con la eterna campera de jean, el flequillo a regla y los adornos hippies de la chica-piojos, el rasta y su dentadura incompleta... y todo eso me llevó a una reflexión: ¿Qué era yo? ¿Qué verían ellos en mí y en mis amigos? ¿Dónde nos encasillaron? ¿Éramos tan patéticos como ellos? Pero todos estábamos ahí por algo. Y ese algo nos unía. Al fin de cuentas éramos lo mismo. Enrollingados o no, todos pertenecíamos a la  legión extranjera de M.D.P. Afuera estaba el desierto y la fría noche y todos estábamos en busca de un trago y de una dama que nos hiciera olvidar por un momento la hostil batalla de ser joven y sobrevivir al clima desértico de un fin de semana en “La Feliz”. Por alguna razón decidimos ir a Mr Jones. Nunca entramos. Ya era tarde y no valía la pena el gasto de la entrada. Pero mientras estuvimos allí deliberando me puse a observar a la gente que se iba: todos eran lindos. Es más, todas las chicas eran como la misma chica repetida una y otra vez y lo mismo con los tipos. Obviamente, aquel no era nuestro lugar. Poco antes de meternos en una panchería-cool avistamos a tres niñas aburridas y nos acercamos a hablarles. Desafortunadamente hablé yo y por poco no salen corriendo... Es gracioso como cambia el discurso amoroso según pasan las horas. Lo que en el principio de la noche es buenos modales y simpatía, con la proximidad del sol se transfigura y las palabras claras y directas priman. Otra característica de esa hora final es la relajación de todos los participantes del juego: ya no se puede ganar ni perder nada. Todas las cartas ya fueron jugadas, la voz de “no va más” echada y todos, poco a poco, volvemos a ser quienes no somos, volvemos a la otra farsa de la cotidianidad: ya nadie posa, las minas deponen su posición de pato-sacapechito,  los tipos aflojan su mirada de James Deans fruncidos y un super-pancho es un super-pancho. Pagamos y nos fuimos.

 

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