volver a curitas.

CURITA 21 / ABRIL 03. 05

DAME PATADAS EN EL OJO, PUTA!!!

 

 

Existen momentos de nuestra vida en los que nos sentimos con la claridad suficiente para comprender el mundo. Momentos en los que nada puede desconcentrarnos de lo que tenemos frente a nuestros ojos, de aquello que  siempre estuvo, de aquello que recién entonces podemos ver por primera vez. Arthur Rimbaud, el poseído, llamó a esos momentos “Iluminaciones”. Los diccionarios poéticos y los poetas enciclopédicos le dieron el nombre de “epifanía” o “visión”. Sin embargo, fue la literatura zen quien supo darle un viso de literalidad y metáfora a la vez: Satori. La palabra “Satori” quiere decir  “patada en el ojo” y  define un momento de absoluta nitidez espiritual. Un momento de total cambio en la manera de ver y pensar el mundo. Todos hemos tenido “satori” en algún momento de nuestra vida. Luego de un Satori nadie sigue siendo el mismo. Parte de la ingenuidad (de la “ceguera”) que nos permite vivir (?) nuestra (?) propia (?) vida (?) con normalidad (?) se pierde en esas visiones. Pero esas pérdidas siempre significan una ganancia puesto que representan los peldaños de una escalera imposible que se construye a medida que se asciende: la escalera que nos aleja y a la vez nos conduce hacia nosotros mismos. Pensemos algo: ¿Qué habla más acerca de nosotros? ¿Lo que tenemos (lo que somos) o lo que deseamos (lo que queremos ser)? Desde uno mismo hacia uno mismo, de una orilla a la otra, del atardecer al amanecer, un satori es ante todo una “mirada” despojada del tiempo pero no del espacio. Desde él, desde el espacio, nos percibimos  (por un “instante”) sin pasado y sin futuro. Nos iluminamos dentro de nuestra compleja y primigenia noche y bajo esa luz inédita nos vemos y vemos el mundo tal y cómo es. En cierto sentido se parece bastante al efecto que causa el uso de cualquier droga conocida, pero con una diferencia trascendental: nuestro cerebro occidental encuentra en las drogas un canal de evasión que desemboca en un hedonismo cultural y halla en él un horizonte satisfactorio per se. Por el contrario, un satori no puede ser inducido (ocurre) y muy pocas veces es “placentero” (según la definición cristiano-enciclopédica de los diccionarios) puesto que no se experimenta la idea del bienestar sino la idea de lo “verdadero” (sea lo que sea esto último). El Gran Sueño Americano hace ya unas cuantas décadas que es nuestra pesadilla más recurrente y día a día sufrimos y nos contentamos sudamericanamente por él. Lo paradójico, lo terrible de ese sueño en el que todos estamos “perdidos”, es que él es la enfermedad y la cura. Millones y millones de personas despertando y durmiéndose metafóricamente debido a las contradicciones que el sistema capitalista representa es un saldo por demás agotador. ¿De qué me sirve estar consciente de la realidad si ello me hace ser una persona frustrada, insegura  y solitaria? ¿No es más fácil contentarme con la Mc’ravillosa vida que me ofrecen y disfrutar de mi hogar, de mi empleo, de mis vacaciones pagas, de mi mujer, de mis hijos, de mis amantes, de mis amigos  y de mis drogas? En el fondo todos somos unos cobardes (nuestro sistema de creencias está fundado en el cristianismo, léase en el miedo) y optamos por lo segundo. Por supuesto, existe una dialéctica de la auto-conservación que nos impide llamarnos “cobardes” y en su lugar utilizamos  (posmodernismo de por medio) el término más feliz de personas “inteligentes”, adaptadas. Es fácil estar en contra del sistema cuando se está fuera de él. Es fácil putear y justificarse. No es justo. La vida, tal y como está planteada, es una trampa perfecta y por eso lo más “inteligente” es ser parte del sueño. “Estamos hechos de la misma tela que nuestros sueños -escribió Shakespeare en Ricardo III-  y nuestra corta vida cercada de sueños está”. Pero tampoco es tan fácil. Ahí están los Satori, despabilándonos de nuestra pequeña comedia y mostrándonos que aún seguimos siendo el mismo misterio que un día se fascinó con el fuego. Es más, ahí están los Satori colectivos (colectivos!) implacables, profundos: eso fue el ataque a las Torres Gemelas. Durante un día todo el planeta estuvo despierto y vio el mundo tal y cómo es en verdad: oscuro e incomprensible. Nadie pudo eludir esa gran patada en el ojo que recibió la humanidad en su totalidad y de ningún modo fue placentero estar consciente de lo siniestra que es la vida si se la escarba  un poco y de lo “seguro” que es no ir más allá. Pienso en un ejemplo cinematográfico: Ojos Bien Cerrados. De eso habla la película de Stanley Kubrik, de esa condición de “niños exploradores” temerosos de adentrarse en el bosque desconocido, de la fragilidad de nuestras seguridades occidentales, de la ceguera que como seres humanos padecemos. De eso y no de sexo habla la película. ¿Alguien puede creer que a Kubrik le interesaba hacer la “porno” más cara de la historia con esos dos cubitos de hielo que son Nicole Kidman y Tom Cruise? Ojos bien cerrados para negar lo que se ha visto, ojos bien cerrados para volver al sueño, ojos bien cerrados para continuar con  la pequeña comedia llamada realidad. Y pienso también en Joseph Conrad, en el Corazón de las Tinieblas, en Kurtz totalmente ¿loco? susurrando la única palabra posible para describir todo lo que han visto sus ojos luego de recibir las “patadas” metafísicas de quién se atreve a mirar el verdadero rostro del  mundo cara a cara: ¡el horror, el horror! Pero la gran patada del 11 de Septiembre sólo duro 24 hs. No estamos programados para vivir en el desconcierto, en el horror y rápidamente la CNN se encargó de “normalizar” el mundo simplificándolo en buenos y malos y éso lo entendimos. Y luego todos los rock-stars se disfrazaron de monaguillos y se juntaron a cantar por la paz en el mundo y éso también lo entendimos. Y luego vino la guerra (¿o ya estaba?) en medio-oriente por unos pozos de petróleo (perdón por el “terrorismo que ponía en peligro la vida democrática de occidente”) y como sudamericanos también lo entendimos: los yanquis son malos, pasame el chimichurri. Y así volvimos a dormirnos en nuestros problemas domésticos de políticos que se la pasan hablando y de sindicalistas que apenas lo saben hacer. Lamento ser pesimista con respecto al pueblo argentino pero me da la sensación que mientras haya asado todos los domingos y un mundial de fútbol cada cuatro años acá nunca va a pasar nada. El asado y el fútbol son símbolos que nos permiten dormir en paz. Son síntomas de que, mal que mal, todo está bien y que el mundo aún es un lugar habitable. Y hablo desde mi gusto por el asado y por el fútbol. Pero... ¿saben una cosa? creo firmemente que la vida es algo más que llegar a fin de mes, comer carne, ver fútbol con amigos, tener una chica y desempeñar una profesión. Y esa es mi condena. Lo más sensato sería renunciar a ese algo más. Pero no me caracterizo por ser una persona sensata. ¿Qué es lo que quiero de mí? ¿Qué es lo que pretendo del mundo? No lo sé. Hasta ahora todo ha sido tan extraño. Estar vivo es extraño. El mundo que nos tocó es extraño. Y profundizar no ayuda. Intentar ejercer un mínimo  pensamiento propio (un pensamiento no contaminado con ideas preconcebidas) es una actividad sumamente peligrosa que, llevado al extremo, hará que te atrincheres debajo de tu cama y repitas una y otra vez: ¡el horror! ¡el horror! Los manicomios y las escuelas de arte están llenas de tipos que pueden llegar a la conclusión de que el mundo está lleno de horror. Pero una cosa es tener veinte años y hacerse el lindo delante de compañeritas ingenuas aficionadas a los darkys y otra muy diferente es decirlo a los treinta entre cuatro paredes blancas cuando nadie te escucha. A los veinte es pintoresco. A los treinta, preocupante. A los cuarenta, irreversible. Mi situación aún es “preocupante”. Sin embargo, debo confesar que la locura siempre me ha resultado altamente seductora. No hay un límite preciso entre la locura y la normalidad. La Psiquiatría y el psicoanálisis parecen haber desistido de esa “agrimensura” mental por impracticable. Y si se habla de locura y arte, pues la línea divisioria se torna aún más escurridiza. Hölderin, Baudelaire, Schumann, Nietzche, Nerval, Artaud, Maupassant, Blake, Poe, Swedenborg, Van Gogh... la sola mención de estos nombres nos hace pensar que la regla es que el arte se manifiesta en la locura. Pero no es así. O, mejor dicho, no es del todo así. Y aquí surgen dos preguntas básicas: ¿Es la locura la que llevó a estos hombres excepcionales a pintar, a componer música o a escribir? ¿O fue su arte el que los enloqueció? Quién sabe. El loco ha tenido desde los comienzos de la historia una influencia muy grande sobre la sociedad. Desde la antigüedad clásica , desde el “loco sagrado” ha sido el hombre que se pone en comunicación con los dioses. Sócrates, acaso el más cuerdo de ellos, hablaba de su Daimon personal (hoy se lo encerraría en un manicomio y se le diagnosticaría “alucinaciones auditivas”). El “loco” es un ser subversivo, trasgresor. Es una persona que molesta a la sociedad, la inquieta y la perturba y todo por una razón muy simple: su comportamiento. Da la impresión de hacer lo que quiere, de hablar cuando quiere y de decir las cosas que piensa en el momento en que las piensa. Pero eso también es un artista. Un loco tiene percepciones que van mucho más allá de las percepciones normales y que sólo se diferencian de éstas por su intensidad. Todos sufrimos, tenemos celos, manías persecutorias, delirios y sueños diurnos en pequeña escala. La diferencia es que en el loco se manifiestan con un grado de intensidad tal que no lo puede manejar. Pero eso también es un artista. Y en los unos y en los otros se manifiesta indefectiblemente el satori. El rayo que ilumina el bosque durante un instante. Existe una anécdota de Goethe que él mismo relata (con suma serenidad) en Vida y Poesía. Goethe es el típico escritor clásico, es el símbolo del artista sereno, del hombre sabio, del poeta apolíneo, el que llegó a declarar “lo romántico es lo enfermo, lo clásico es lo sano”, en definitiva... es el gran artista no-loco, pues bien, Goethe cuenta cómo después de despedirse de Friederike y cabalgando él hacia Drushenheim ha visto venir a Goethe cabalgando en sentido contrario. “Me vi -no con mis ojos reales sino con los de la mente- viajando a caballo hacia mí mismo, por el mismo camino y vestido con un traje que jamás había usado: su color era gris esturión, con algo de dorado”... “Lo extraño -escribe a continuación- es que luego de seis años me encuentro en este camino yendo otra vez a visitar a Friederike, usando el traje con el que me había visto seis años atrás”. Este tipo de cosas son las que hacen que los tapones de mi mente salten y todo se convierta en materia de duda. Sin embargo, lo que no me mata me hace más fuerte (Nietzche) y desde esta “casa” derruida y crujiente, pero que aún está en pie, intento encontrar respuestas. Si la salud es la cantidad de enfermedad que puede resistir un organismo sin que eso lo destruya o lo mate, la “normalidad”, entonces, es el caudal de locura que es capaz de tolerar una mente sin que eso la enloquezca. Un loco es un poseído que ha recibido muchas patadas en ojo,  un médium que“ve” más allá . Lo es también el verdadero artista. La diferencia es que uno de los dos vuelve para contarlo.

 

volver