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CURITA 12 / ENE 30. 05

THE REMINGTON "FREAK" SHOW

 

 

Hoy quiero hablarles del lugar en el que vivo: mi barrio. Como ya lo dije en algún momento, la vida suele ser una pésima novelista; pero no siempre es así. A veces es uno el que no sabe leer su prosa “encantada”. Hace más de veinte años que vivo en  el 643 de la calle Bayley y esto, para aquellos que creen que M.D.P termina en la Av. Champagnat, queda en el mal herido corazón  del barrio “Libertad”. Siempre que digo esto, siempre que doy mi localización geográfica, no puedo evitar reírme por la brillante broma que alguien tramó alrededor de mi persona: ¿Dónde vivís, Remington?  Vivo en un barrio que se llama “Libertad”, en una  ciudad que se la conoce como “La Feliz”, en una provincia llamada “Buenos Aires”... Eso es lo que yo llamo ironía. Pero está bien. La ironía siempre será el  salvavidas para los que tienen el agua hasta el cuello (y no estoy hablando de lo gorda o flaca que es mi billetera). Sin ella, sin la vampírica ironía, ya me hubiera “cargado” a unos cuantos. Y lo digo en serio. En fin... ser un chico de los suburbios es una “marca”, una “huella”  que uno deja en todo aquello que hace. Y esto, claramente, es una cuestión urbano-metafísica: uno crece sabiendo que no está en el centro, que su lugar es allá, lejos, en el fondo, en el “patio trasero” de la gran casa blanca que todos los años hermosea su fachada para que los visitantes digan “pero mirá qué linda casa, gordi”... como sea, yo quería hablarles de mi vecindario, llevarlos a dar un paseo en mi tren fantasma barrial y mostrarles las bellas feas personas que día a día me acompañan en esta corta, a veces ingrata, pero siempre valiosa “vuelta” de dos pesitos que es la vida. De modo que... tickets en mano, no está prohíbido fumar ni  salivar ni decir obscenidades ni bajarse antes de tiempo ni nada...  Bienvenidos a The Remington “freak”show. Empecemos en la esquina: hacia la derecha, detrás de un muro de dos metros y medio que está pintado de blanco y que rodea a una casa generosa en vegetación autóctona (en la pequeña diagonal que forman las dos paredes hay pintada una bandera argentina) vive nuestro querido Walter LaRoquet: 34 años, cantor de tangos. Oh! ahí está nuestro hombre. Salúdenlo, amigos. Bien... ése es su problema: extremis timiduchis. Bien, como sea... hay un adjetivo que les dará una definición exacta de nuestro primer “fenómeno”: traspapelado. Como dije, Walter tiene 34 años pero su aspecto es el de un purrete de película argentina de los años 40: flaco, encorvado, ojos tristes, serio. Muy serio. Todo en él parece latir al ritmo arrullador de un domingo de otoño  a las siete de la tarde... de 1942. No novia. No amigos. Sólo familia y 2x4. Nunca escuché su voz de cantor, pero sí lo oí pedir medio de pan y una manteca chica. ¿Han escuchado alguna vez un reportaje de Borges? Pues esa es su voz: ahogada, nerviosa,  tartamuda. Una vez pase por la vereda de su casa y gracias a una cortina mal cerrada lo pude ver dentro de un traje azul de grandes hombreras frente al espejo de su living. Cantaba, imagino que muy emocionado (¿lágrimas?), Antiguo reloj de cobre de Marvezzi. El problema era que Miguel Montero, el cantor que estaba en el disco de vinilo se empecinaba en cantar más fuerte que él y no pude oír aquel tango dostoievskiano que tanto me gusta interpretado por mi vecino, el cantor. Recuerdo que ese día sentí vergüenza ajena, piedad, gracia y un vago sentimiento de belleza por  ese tipo que practicaba “manejo de escenario” frente al espejo y frente a los parientes muertos que se reían en los porta-retratos de la cómoda. Pero la vida a veces es justa y a mediados del año pasado se quitó su guante aterciopelado y me abofeteó por mi conducta soberbia: Walter LaRoquet, el joven cantor, mi vecino, obtuvo el 1° premio de Interpretes jóvenes en la categoría “Tango” del 11° Certamen Provincial de Tango y Folklore. Recuerdo que me alegré mucho cuando vi su fotografía en la sección de espectáculos de La Capital: ahí estaba, en plena actuación, encorvado dentro de un traje que le quedaba grande (el mismo que tenía puesto aquella tarde), con los ojos cerrados y sujetando el micrófono con la mano izquierda. Se lo ve tan emocionado, tan en su lugar. Debajo de la fotografía estaba escrito su nombre junto a la palabra “ganador”. Y eso era maravilloso. Es muy probable que nunca grabe un disco ni se haga famoso, pero eso no es lo que importa. Lo importante es saber que uno  es tan “bueno” como lo mejor que haya hecho en su vida. Eso es uno... y eso es Walter, el traspapelado: un gran cantor... y hablando de vida, eso es lo que les falta a las tres Marías Torres. Las Marías Torres (María Clara, María Lucía y María Luisa) viven justo frente a la casa de Walter, nuestro cantor. ¿Cómo son? Imaginen una escoba invertida, pónganle dos huevos fritos como ojos y maquíllenla a cuatro manos: así son las Torres. Calculo que la mayor, María Clara, ya debe estar poniendo las primeras piedras al techo de los cuarenta y la menor, María Luisa, sujetando con todas sus fuerzas la húmeda pared de los treinta y pico. Trabajan toda la semana, compran pan, no saludan a nadie y los sábados se tiran el ropero encima y salen. Eso es todo lo que hacen. Lo hacían cuando yo llegué de Neuquén y lo hicieron el sábado pasado.  ¿A dónde van? Un misterio. Cada tanto un auto toca bocina frente a su casa y una de las Marías sale corriendo nerviosamente como si fuera una actriz argentina en ascenso que no habla de su vida privada. Sori, chicos. Nunca se van a casar. En el fondo no es lo que las Torres quieren. Ellas saben que después del vestido blanco y del beso viene la música y la palabra FIN. ¿o acaso no es así como terminan las telenovelas que dan a las tres de la tarde? Pero, dejemos a las Torres y concentrémonos en la esquina opuesta. Allí viven Los Medina: Él, cojo y estrábico; ella, jorobada. (Si yo fuera un lector de “Curitas” este sería el punto donde diría: “este tipo me está verseando, se quiere hacer el escritor...andate a cagar Remington Kid!” Lo haré. Pero quiero recordarles que al principio de este texto di la dirección de mi casa y aquel que quiera ver en “vivo y en directo” todo lo que estoy contando, no tiene más que envalentonarse y descender a los infiernos suburbanos). Pero volvamos a los Medina, a Carlos y Sara Medina. No me gustan. Al principio, cuando uno los ve siente pena por ellos y hasta se enternece por la unión de dos “patitos feos”; pero luego no es así. Él cojo de mierda (así lo llamo en mi intimidad) siempre vivió en la esquina, en una casita pre-fabricada y Sara es la segunda mujer-empleada que se trae a vivir. La anterior era Manuela, la Santiagueña. Manuela tenía tres hijos (dos varones y una nena) y para hacerla corta diré que una noche  el cojo Medina tomó más de lo que podía y fue más cariñoso de lo que debía con su hijastra. Hubo gritos, puñalada y policías. Íntimamente, todos en la cuadra deseamos que el cojo de mierda se muriera. Pero no fue así y después de unos años apareció con Sara, la jorobada que le corta el pasto, le cocina y se la chupa. No sé que fue de la vida de Manuela y de sus hijos. Quiero imaginar que viven juntos en un lugar limpio y bien iluminado. En fin... pasemos a la tragedia de enfrente: Cardozo. Alcohólico. Nadie lo llama por su nombre. Simplemente es un apellido. Cardozo ya está en la etapa final de la enfermedad y pronto ni siquiera va a ser un apellido. No hay mucho que contar acerca de él:  vive para tomar y es poco probable que a esta altura consiga un empleo. Junta botellas y cartones con un carrito. Pero ya casi ni sale. Sin embargo, aún conserva cierto aire de dignidad. Aún usa un traje color beige y todos los días emprolija su bigote y su jopo de galán de telenovela mexicana de los años 50. Debe haber tenido mucho éxito con las mujeres. Calculo que tendrá unos cincuenta o sesenta años, pero con el alcohol nunca se sabe. Lo que impresiona de Cardozo es como asume su final, su derrumbe: él sabe que es un hombre que está desapareciendo, que su tan anhelado olvido sólo es cuestión de tiempo y que luego de su muerte no quedará nada que recuerde su paso por esta vida. Y cuando digo “nada” es literal: en menos de dos años ha ido “vendiendo” su casa para conseguir plata para emborracharse. Empezó por el televisor, luego fue la cocina y una mesa, luego siguieron las sillas y un ropero y cuando ya no le quedaron muebles sacó una ventana y luego otra y así, como una hormiga,  poco a poco, fue “bebiendo” su casa. Lo último que vendió fue el techo. Le llevó todo un día sacar las chapas, los tirantes y las maderas y hoy su “casa” son cuatro paredes bajo el cielo estrellado. Pero él sigue ahí, como un gato viejo, dando vueltas y quedándose quieto dentro de su traje beige para que lo miremos, para que depositemos en él todo nuestro miedo, todo nuestro espanto y nos reconfortemos en nuestras pequeñas camas y nuestro pequeño techo a dos aguas...todos sabemos como será el final, pero me gustaría cambiarlo, me gustaría que una de estas hermosas noches de verano la ley de gravedad no existiera y que Cardozo, en pleno sueño etílico se deslizara hacia las estrellas y al fin desaparecía escuchando los golpes de las cabezas y las cosas impactando sobre  todos los techos del mundo. Me gustaría despertarme a medianoche con la nariz pegada al cielo raso. Eso me gustaría mucho. Pero dejemos la esquina y caminemos hacia la mitad de la cuadra. Justo frente a mi casa (yo vivo en un 1° piso, en una casa dividida en casa de arriba y casa de abajo) está la “escuelita de folklore”. Y si en Cardozo todo tiene el color de las últimas cosas,  aquí, a 50 metros de la muerte, ocurren las primeras: todos los sábados, los Barrasa, un matrimonio de salteños que trabaja duro toda la semana, saca dos bafles gigantescos a su patio y le enseña a bailar zambas y escondidos a los chicos del barrio. Por lo general, suelen ser insoportables y yo me fastidio muchísimo por el volumen con que practican pero voy hasta la ventana que da a la calle y los veo y se me pasa todo. Hay tanta  belleza en esos chicos y chicas que no llegan a los 18, tantas ganas de vivir. Es obvio que todos van a hacerse de sus primeros amores y es encantador ver a los pibes-cumbieros (gorrita, buzos kappa , lentes oscuros) zapatear delante de “chinitas” soñadoras que se ponen polleras blancas sobre los jeans ajustados y agitan sus pañuelos al ritmo de una música siempre melancólica que habla de paisajes desiertos y de atardeceres solitarios. Paisajes que tal vez nunca verán porque otra fue la suerte que les tocó, porque muy distinta es su vida y lo que ven diariamente...  Pero hay tantas historias que contar: La colorada María, la almacenera que maneja la mejor información barrial, su hijo Miguel, un gordo tuerca que hace dos años está arreglando un viejo Chevrolet cupé y que el domingo pasado pudo hacer arrancar el motor por primera vez; y Juliana, la nena-enjaulada que vive dando vuelta la esquina y que se muere de ganas de traspasar la reja para que los hombres al fin le empiecen a decir “cosas”; y el borrachín Tomás,  que desde que quedó solo hospeda a los famosos chicos que se juntan en la esquina y hacen fogatas en la calle (el invierno pasado se les fue la mano y la hicieron dentro de la casa= bomberos a las cinco de la mañana) y se embriaga con ellos; y Tito, el tullido que  pide monedas en la zona de Luro y Catamarca y su mujer, Rosa, deficiente mental que cuando las cosas no anduvieron bien en el centro sale a chuparla por 5 $; y los Bauzada, tres generaciones de Policías que si el viejo Bauzada se levantara de su tumba se moriría de nuevo al ver en que se convirtió aquello del honor y el orgullo de estar del lado de ley; y Coco, el santiagueño dueño  de la rotisería-pantalla que encubre al único Estadio de Gallos de Riña de la ciudad. Una vez fui y aposté y perdí... pero gané: imaginen un galpón oscuro con una única luz central, vean las gradas llenas de gente borracha y fea gritando e insultando, observen las hojitas de afeitar atadas a las patas de los gallos, sientan el olor de la sangre y del sudor humano mezclándose, confundiéndose, siendo uno sólo, sientan, escuchen los corazones humanos descendiendo a su condición primaria y escuchen bien, porque ese es el latido que duerme en el interior de nuestros corazones. Esa fue una gran lección para mí: entendí la máscara de la pobreza y de la riqueza; entendí que uno puede tener 50 ctvs o un millón de dólares y ser lo mismo; entendí que a partir de cierto punto estar en Las Vegas, en el Luna Park o en el Estadio de Coco es igual. Y con esto quiero decir que entendí que todo (la Belleza y el Horror) está ahí afuera, esperándonos como un piano imposible para que le arranquemos su música. Porque de eso se trata. Anoche subí al techo de mi casa y durante un buen rato miré las letras de neón del edificio HAVANNA. Los helicópteros de la policía sobrevolaban el barrio con su rayo de luz buscando delincuentes y  yo miraba toda la ciudad desde el lugar más alto que había podido alcanzar. Desde ahí yo escuchaba toda la hermosa- horrible música que el universo tenía para darme.

 

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